|
La escuela debe responder -como se ha dicho tantas veces- a los imperativos del aquí y ahora. De tal forma que el ambiente, el clima histórico temporal, la circunstancia, estén llamados a modificar en cada momento los presupuestos pedagógicos. Es muy importante, casi esencial, esto. La escuela de hoy es distinta de la de ayer -o si queréis, de la de anteayer- y distinta de la de pasado mañana. He aquí una de las causas por las que ser maestro es tan difícil.
Bien. ¿Cuáles son las características del mundo en torno, características específicas que , necesariamente, han de imprimir carácter a la escuela de ahora?. Miremos alrededor y veamos. Veamos y observemos. Vivimos en un mundo prodigiosamente tecnificado, que acorta el espacio y el tiempo, que merma la duración de todos los ciclos. Dura menos un viaje, menos una enfermedad, menos una emoción, menos un aprendizaje, menos un noviazgo, menos un luto, menos una alegría, menos que antes. Todo transcurre en tiempo “presto” o “prestísimo” en oposición a la vida de hace nada más que treinta años, tan “a cámara lenta”, de un ritmo tan “piano”. ¿Por qué ocurre esto? Todos lo sabemos. La máquina y sus derivados han contagiado al mundo, aun al mundo puramente psicológico, de velocidad. La velocidad -se ha dicho- es el placer que ha inventado el siglo XX.
Ante este fenómeno de tecnificación, con su secuela de velocidad, la escuela no puede inhibirse, y todos sabemos que no lo hace. Hoy, en lo pedagógico, priva y prima lo experimental sobre lo nocional, lo activo sobre lo receptivo, lo dinámico sobre lo estático. No hay tiempo -por lo visto- de detenerse morosamente en las ideas, porque a las ideas las ahogan las técnicas. Por eso la escuela, rindiendo el tributo obligado al tiempo presente, procura adaptar las mentalidades de los educandos al medio dinámico dominante, atiende preferentemente a lo que los filósofos llaman “la praxis”. En una palabra, procuramos ser en la escuela prácticos y eficaces.
Sin embargo, a mí se me ocurre pensar que no podemos exagerar la nota, porque la Escuela que ha de acusar el ambiente en que vive, no ha de hacerlo hasta tal punto que se desentienda de lo demás. Una cosa es que preparemos para la técnica y otra que creamos que la educación se agota en la técnica. Mucho cuidado. Alguien dijo que cada hombre tiene los pecados de sus virtudes, frase muy significativa con la que se alude a la tendencia, ostensible en todo lo humano, a convertir el bien en mal cuando la discreción y la vigilancia no actúan. Por ejemplo, está el “amor propio”, una virtud. ¡Qué fácil, si no se vigila, el hacer del amor propio un orgullo, es decir, un defecto! O está la humildad, otra virtud; ¿no habéis observado cuántas veces una humildad no vigilada degenera en pereza? Y así muchos casos... Pues bien, esto que sucede en la esfera de las virtudes y de los defectos individuales, es aplicable a la esfera de lo social. Y a esto es a lo que yo iba.
Nuestra sociedad, que tiene una virtud indudable, un bien preciso, que es la Técnica, puede incurrir, si no nos cuidamos, si no nos vigilamos, en un pecado tremendo: en el de la desespiritualización.. Sobre todo, en la desensibilización del mundo. ¿Consecuencia para nosotros, los maestros? Esta: la Escuela no puede ignorar el peligro de que lo actual, lo urgente, lo práctico, obnubile la óptica para lo eterno. Y ha de trabajar para evitarlo. La Escuela -y los Maestros- hemos de saber que una “puesta al día” que lleve anejo un encorchamiento de la espiritualidad y de la sensibilidad, no merece la pena. Despertar la curiosidad de los niños hacia el motor , me parece estupendo. Ahora bien. Se da la paradoja de que la motorización -y al decir motorización quiero decir Técnica- conduce alguna vez a la parálisis. A la parálisis del espíritu, me refiero. Chesterton escribía: “¿Habláis de actividad, de dinamismo, de energía? Pues bien, un místico del siglo XVI ? desbordaba una energía, sin salir de su convento, que ya para nosotros quisiéramos los habituales cultivadores de la letra de cambio, los adoradores del becerro de oro”.
La escuela, repito, ha de contrarrestar los peligros posibles de la tecnificación del mundo al par que ha de fomentar la formación técnica. Y puesto que uno de esos peligros es la atrofia de la sensibilidad, aquí quiero detenerme especialmente.
* * *
¿Qué es la sensibilidad? Dando por sabida cualquier definición más o menos “escolástica”, habría que decir que la sensibilidad consiste en la pura percepción de la música de las cosas; es decir, hombre sensible es aquel que busca, bajo los ruidos, la melodía yacente, el agua oculta. Quien se queda con el ruido sensacional de los sucesos y de las emociones sin cavar más hondo; quién se conforma con lo fenoménico de la vida -aunque sea un fenoménico fenomenal- sin traspasar la corteza visible en busca de armonías invisibles, no es hombre sensible. No es hombre sensible quien no rastrea, a través del humo, la lumbre; quien a través del hecho (al fin y al cabo, del dato) no atisba las raíces íntimas de la verdad. Hasta el punto de que podríamos aventurarnos a decir que la sensibilidad –que a primera vista es cosa del corazón- es medio insustituible, en muchas ocasiones, para el logro puramente intelectual. Así lo entendía San Juan de la Cruz, auscultador sublime de lo permanente bajo la piel efímera de las cosas; así lo entendía cuando exclamaba:
“Mil gracias derramando _ pasó por estos sotos con presura, _ y yéndolos mirando _ con sóla su figura _ vestidos los dejó de su hermosura”.
Porque el sentimiento, además de manantial inextinguible de lirismos, tiene, si está bien encauzado, la virtud de hacernos intuir detrás de la gracia, la figura; es decir, detrás de la belleza, dando origen a la belleza, la verdad. Fue San Agustín el primero que dijo que “el amor es fuente de conocimiento”...
Y otro sensitivo, nuestro Azorín. Dejadme rendir aquí un tributo emocionado a su memoria; dejadme que diga que Azorín es el pedagogo de la sensibilidad más eximio que ha tenido la España contemporánea. Azorín, digo, es un ejemplo vivo de cómo el tornasol encendido de la sensibilidad acierta siempre a poner en la pista de las más altas verdades. Leamos su libro “Los pueblos”. O “Las confesiones de un pequeño filósofo”. O “La ruta de Don Quijote”... Conoceremos con esta lectura mejor a España que a través de todos los textos plúmbeos de Historia y Geografía, siempre idénticos a sí mismos a pesar de sus novedades puramente tipográficas. Leamos, sobre todo, “Una hora de España”, el libro que recoge su discurso de ingreso en la Real Academia. Rastreando en el detalle, en la mínima emoción, el autor, como si hiciera uso de una luminotecnia mágica, proyecta todo un resplandor de visibilidad sobre el retablo áureo de nuestro siglo XVI. ¿Cabe una información mejor, más completa, más extensa e intensa, que la que nos depara, de toda una época histórica, este Maestro del estilo?
La sensibilidad es también “instrumental” en la vida. Instrumental en la vida y en la escuela. Como que nos desnuda esencias cuando el mundo se solaza complacido -plebeyamente complacido- en la mascarada existencial. A propósito de lo existencial, cabe registrar aquí otro peligro, otra desviación, diríamos que patológica, del mundo en torno. Cuando se advierte a las gentes del peligro que lleva implícito el hecho de no adaptar nuestros cuadros ideológicos y nuestros esquemas mentales al mundo que existe, es decir, al mundo actual, se está, naturalmente, en lo cierto. Porque, en efecto, nada tan perjudicial, y a veces nada tan cursi, como pretender la vigencia de modos, modas y estilos de tiempos que caducaron. Sin embargo, ¡otra vez cuidado!. Otra vez, el semáforo de la discreción debiera gritar, debiera avisar de un peligro al desaprensivo peatón que cree que toda la calle es suya, es decir, que cree que toda la verdad es actual, existencial.
No hay que exagerar en eso de la adaptación a ultranza, en eso de la puesta al día total, entusiasta e indiscriminada. No hay que modernizar a troche y moche todo lo divino y todo lo humano. No hay que tomar el programa de la adaptación como único programa vital, porque hay vivencias, ideas, verdades, cosas, que se ciernen sobre el tiempo, ajenas al capricho ultraísta, progresista o vanguardista del último innovador de turno. Cosas existen, redondeadas ya en excelsitud o en belleza, cuya percepción y disfrute corresponde no a un tiempo sino a todos los tiempos. ¿Quién se atrevería a adaptar la belleza eterna de la rosa a los tiempos modernos? ¿Quién podría empeñarse en innovar, en actualizar, la sugestión lírica de una nube? Y, ¿acaso puede alguien presumir que está inventando una primavera - o un prado, o un árbol, o una sonrisa- estilo siglo XX? Ni la rosa, ni la nube, ni la sonrisa, ni el árbol, son susceptibles de “puesta al día”, de “aggiornamento”... Sin embargo, todos lo estamos viendo, pululan por ahí sujetos, más o menos histriónicos, que preconizan –y es un ejemplo entre los muchos que podrían argüirse- una misa “ye-yé”. Ni la misa podría llegar a menos ni el “yeyeismo” podría llegar a más.
No. La sensibilidad debe estar en guardia, precisamente, para ello. Para salvaguardar verdades, fundamentos, ideas y creencias que por su sustantividad no admiten la adjetivación variable y efímera del tiempo que pasa fugitivo. La sensibilidad consagra a los intocables, quiero decir, a los clásicos, a los auténticos valores clásicos. Con sensibilidad, si tenemos sensibilidad, sabemos que no puede pasar la belleza de una catedral o la belleza de una sonata de Beethoven, de la misma manera que no puede caer en desuso la belleza de la rosa.
Sensibilidad para lo histórico, para lo artístico, para lo literario, para lo musical. He ahí la premisa previa para lograr una concepción del mundo acorde con la verdad. Ya que la verdad –todos los filósofos actuales parecen estar de acuerdo en esto- no se alcanza por una sola vía. No se alcanza, desde luego, por la sola vía de la razón como querían nuestros abuelos positivistas, nuestros bisabuelos racionalistas y nuestros tatarabuelos cartesianos. No se alcanza, tampoco, por la exclusiva vía cordial como querían nuestros abuelos románticos y nuestros bisabuelos barrocos, sino que existe lo que llama el cardenal Newman, el “conocimiento ilativo”, es decir, se alcanza la verdad sirviéndose de diferentes hilos, de igual manera que el fluido eléctrico llega a su destino sirviéndose no de un cable sino de diferentes cables paralelos. Pues bien, el hilo de la sensibilidad es preciso, insustituible, para la transmisión de los conocimientos; es necesario en nuestra misión pedagógica.
Además, ¡cómo ayuda la sensibilidad a la ética y cómo su concurso es de maravillosos resultados en lo moral y en lo religioso!. Basta leer el texto de las Bienaventuranzas que es, como el del Padrenuestro, un texto compuesto por el mismo Jesucristo, para comprenderlo así. En las Bienaventuranzas, corre paralela a su belleza moral una sorprendente belleza estética, y yo diría que hasta gramatical. Repetidlas mentalmente, saboread su ritmo, su armonía que engarza conceptos y emociones... ¿Advertís la música -agua oculta- bajo las palabras? ¿No notáis en el vaivén de su ritornelo verbal - Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra, Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados...- ¿no advertís, repito, en el ritornelo de los “Bienaventurados” y del “porque”, una suavísima fragancia lírica que inunda de fervor inmarcesible el entramado conceptual de la doctrina promulgada en el sermón de la Montaña?... No sé, no sé, si algún día va a salir por ahí un teólogo holandés que afirme que “hay que poner al día” el texto de las Bienaventuranzas. Será posible...
En fin, Vdes. dirán: este hombre se ha pasado el tiempo hablando de la sensibilidad y no nos ha dicho nada de cómo se educa la sensibilidad en la escuela. Así es. Pero espero me perdonaréis. Al fin y al cabo, todos podéis encontrar en los libros de Pedagogía excelentes normas al objeto. ¿Qué voy a añadir yo? Es facilísimo hallar esas normas y asimilárselas. También sería muy fácil repetirlas aquí. Pero yo he preferido este rato de charla en torno al tema. Yo he preferido comentar la excelencia de la sensibilidad, esa facultad que empieza a oxidarse... Mi propósito, nada más, ha consistido en recordar cómo no hay que desdeñarla, cómo, más bien, urge peraltar su importancia y remarcar su trascendencia. Un solo “método” de educación de la sensibilidad os aconsejaría sin embargo. Es el método del “médico cúrate a ti mismo”. Porque, para inculcar sensibilidad a los chiquillos, nada como tenerla uno mismo. La sensibilidad es contagiosa... La inteligencia, por supuesto no es contagiosa, pero sí lo es la sensibilidad. Esa es su ventaja. Todos habréis advertido que cuando ponéis sensibilidad en una lección, cuando comprometéis en ella vuestro corazón, cuando ponéis a arder, para que arda ella, todo el combustible de vuestro entusiasmo, todos habréis advertido que, entonces, la lección sale estupenda. La consecuencia es clarísima: ¿Queremos que la sensibilidad funcione en los niños? ¿Queremos que, mediante ella, se facilite todo el engranaje de sus conocimientos? Pues impregnemos nosotros, los maestros, nuestras lecciones de su aceite...¡Bienaventurados los sensitivos porque de ellos es el reino de la Belleza!
JUAN PASQUAU
|