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Lo de evadirse, ante lo desagradablemente agobiante, de tal forma que pudiéramos «salirnos del tiempo y el espacio» sería lujo imposible. O viable solamente a costa de pagar la ambición con la muerte. Pero, con menos pretensiones, ya sí es posible, en ocasiones, evadirse del «ahora» actualísimo del «telediario» y del «aquí» inapelable del despacho o el puesto de trabajo... Por lo que a mí se refiere, este verano —ya he contado mi enésima visita a Compostela— he tenido, luego, la oportunidad de retirarme en el Monasterio Cisterciense de Sobrado de los Monjes, en plena hondura del campo de Galicia. Estos monjes, en su hostería, brindan estancia temporal, por unos días, para los seglares que lo deseen. Estos monjes, tienen y enseñan un sosiego que se ve y se toca y después se contagia. Su regla es estrecha. Cada amanecer —a las cinco— un timbrazo prolongadísimo suena en todo el Monasterio. Es la convocatoria para las oraciones de la hora de «laudes». Después, para los cistercienses toda la jornada es una apretada trama de rezo en el coro —prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas—, de trabajo manual y de estudio. Algo duro, envidiable y admirable. El caso es que los monjes no se sienten encasillados al dictado de las «horas» y de ninguna manera opresos. Al contrario, al hablar con ellos, se advierte de manera muy clara e inmediatamente la flexibilidad muy libre —yo diría que «graciosa»— de sus espíritus. Y la alegría.
¿Qué alegría? Ah, pues otra alegría. Otra alegría, otra paz y otra felicidad. Sorprende aquí en el Monasterio una autenticidad. Ustedes saben que la palabra autenticidad está ahora manoseadísima. Bien; pues la autenticidad de estos frailes es, también, otra autenticidad. Lo que se intuye sin lugar a dudas es que los módulos y las claves a que ajustan su mente y su actuación los monjes con quienes he tenido la fortuna de convivir unas jornadas, son y parecen sobrenaturales a fuerza de naturales. Y naturales por vía sobrenatural. Porque otra desgracia de nuestro tiempo es que de lo natural y de lo sobrenatural hemos hecho una «oposición» y no una «complementación» unitaria. Y ha sido, por ese camino, por el que llegamos a un punto en que ya, sin agallas para la acometida de lo sobrenatural y sin humildad para la aceptación de lo natural, tristemente nos quedamos en un artificio y en una mixtura de vivir que a veces llamamos civilización, a veces hastío, a veces engaño, a veces desengaño.
—Por favor, padre —le he preguntado al Prior de la Comunidad Cisterciense de Sobrado, reverendo Andrés del Toro—, por favor; la vida genuinamente cristiana de oración, estudio y trabajo no crece en ustedes, en esta época, como una isla. ¿No le temen ustedes, padre, al Océano?
El padre prior, levemente sonríe. El padre prior, sutilmente dibuja en su mirada limpia una chispa de ironía. El padre prior tiene la cordialidad a punto y la inteligencia al día. Y su diáfano sosiego trasciende de eso que llamamos «tranquila paz», apuntando a eso que soñamos, desde el Catecismo, Gozos del Espíritu: paciencia, benignidad, mansedumbre, fe, longanimidad, bondad, pureza, continencia, castidad... Me contesta el Padre Andrés del Toro, asumiendo en sus palabras una energía y una dulzura:
—No se puede tener miedo al miedo. Esta vida nuestra es variada dentro de su unánime propósito. En sí, la existencia de un cristiano —de cualquier cristiano que se tome en serio su fe— es drama; ferviente, audaz y fuerte drama con gloria al fondo. Pero la manera de llevar ágilmente la fe —y mucho más en medio de un mundo ajeno, del «océano» como usted dice—, es fundamentar nuestro modo de amor en los pilares de la oración y el trabajo. Entre ellos trazamos nuestro arco.
Le comento al padre prior aquella frase tan traída y llevada de Jean Paul Sartre cuando frívolamente opina que la fe religiosa es como una almohada. ¿Reclinamos en ella el pensamiento y la acción, para dormir, nada más para dormir, tranquilos?
—Todo lo contrario que un sueño de descanso o pereza. Ni siquiera un vagoroso ensueño divertido. La fe religiosa —me dice el capitán de este destacamento religioso que es el Monasterio de Sobrado de los Monjes, en el corazón del campo céltico—, la fe religiosa implica, usted lo sabe, una tensión, una perenne alerta. Y es la constante «atención», el constante «cuidado», la nota que debe distinguir al hombre. A todo hombre. Lo difícil es ver dónde fundamentamos y enraizamos este cuidado. Porque hay quien siembra en el mar y hay quien edifica en la arena...
Observo la sabia organización —sin organigrama— de esta Comunidad de El Cister. El padre Víctor, el hermano Julián, el padre Prada... El hostelero, el sacristán, el «técnico», el encargado de la cocina, el instructor de novicios... Pero llega la hora en que todos dejan su hábito y visten el «mono». Y trabajan en la huerta, siegan en el campo, talan árboles, cuidan la vaquería... No hay prisas y hay puntualidad. Suena el timbre. Las «horas del Oficio Divino». En el «coro» —Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas, Completas, Maitines, Laudes—, un purísimo gregoriano, entreverado a veces con exultantes melodías o epifonemas de música gozosa. No hay prisa y hay perspectiva holgada para todo: oración, estudio, trabajo. Y en momentos de asueto, efusiva, clara alegría epifánica que brota de los más recónditos manantiales.
—Hay —me dice el padre Andrés del Toro— un concepto muy tópico, muy falso, de los frailes, de los monjes. Hay un torpe afán de vernos eternamente encapuchados, sin frescura de ánimo, sombríos, adustos. Y no es verdad.
Claro, padre, que no es verdad. En el Cister no hay juventud programada, hay juventud vivida. En el Cister, la viril austeridad tiene articulaciones jugosas, jubilosas. En el Cister, todas las palabras violadas por el mundo —felicidad, alegría, tristeza, juventud, libertad, amor, igualdad— recobran su virginidad.
¿Será entusiasmo mío? Salgo de mi estancia en la hospedería para seglares del Monasterio, un poco más optimista, más servible para la tarea de vivir. Se lo digo a mis compañeros de mesa —a don Fidel, a don José Ramón, a don Celso, a don Sebastián y a otro joven del que he perdido la tarjeta: un muchacho que, según me cuenta, vino a pasar unos días en el Monasterio para reponerse, oyendo el canto de «Completas», de su hartazgo de discotecas—. No sé si será entusiasmo mío. Pero todos mis compañeros —amigos improvisados, y ya constantes, de estas jornadas inolvidables— lo comparten.
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