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Con la Cuaresma, se celebran en nuestras viejas iglesias austeras los septenarios, los ancestrales septenarios de dolor. Cunde, quizás, en las devociones actuales un aire renovador; ese dinamismo moderno, de que tanto se habla, puede haber penetrado también en la Religión, informando en un sentido ágil y directo la piedad de las gentes. Y, sin embargo, siempre serán de un encanto inefable los antiguos, los tradicionales ejercicios religiosos, abrumados de lento ascetismo doloroso. Probablemente, porque nos devuelven, en una rememoración, el eco sentimental de pasados siglos, la voz olvidada de generaciones muertas...
Esta tarde híbrida de marzo en que el tiempo, loco, coquetea indeciso entre el invierno y la primavera, incrustando de claros de sol la gris acidia de la lluvia; esta tarde en que el sol anda de pelagarza con las nubes, empeñado en su afán de acostarse cada día más tarde... hemos penetrado, invitados por la sugerencia amable de las campanas, en una de nuestras viejas iglesias. ¿En San Pablo?, ¿en Santa María?, ¿en San Nicolás?... En todas llora, diluida, una suave, una elegante melancolía; en todas se saborea ese dulzor rancio, atávico, que el tiempo deja en las construcciones antiguas: como si la cosecha pasional de cada generación hubiese vertido en ellas unas gotas de emoción; unas gotas que, después, el devenir del tiempo ha mezclado y confundido hasta producir el elixir divino de la poesía...
En el templo sombrío, en el templo viejo, se celebra el septenario. Un sochantre de voz desgarrada ayunta su canto agrio a la dulcísima, algodonosa música del armónium: música perezosa, sin estridencias, música confusa como de ensueños de bruma. Música y canto se dirían guardados en un desván y desempolvados cada año, estas tardes cuaresmales, para recortar recuerdos en la imaginación de los viejos y viejas que asisten al acto piadoso.
Al fin, la música es siempre el viento lírico capaz de producir una precipitación densa de emociones, una lluvia bienhechora, efusiva, de cordialidad... ¿Qué piensa ese viejo de mirada triste, ese viejo que todos hemos visto alguna vez en las iglesias; ese viejo de calva reluciente, de carraspeos tortuosos, de andares torpes, que no obstante su edad y sus achaques, viene todas las tardes, lentamente, calladamente, apoyado en su garrotica, a la novena, al septenario. Quizás él, mientras el coro canta el triunfo de la letanía lauretana, da audiencia a sus memorias. Y remonta su imaginación, cuarenta, sesenta años atrás, en la carrera del tiempo. En aquel tiempo, que él recuerda silenciosamente, cantaba también en estas tardes cuaresmales, en estas tardes dulces de septenario, la misma música en el coro. Era, él, joven entonces; era mozo. Bordaba acaso el sutil hilo del amor una flora de ilusión en el cañamazo de su alma tersa. Y sus ojos, hoy apagados, hoy sin luz, dirigían miradas de fuego a alguna joven fresca, primaveral..., que también, en este mismo templo, en esta misma novena, mientras se cantaba en el coro esta misma letanía, le miraba furtivamente, a hurtadillas. ¿Dónde está ya aquella joven primaveral? Aquella joven primaveral es ahora una vieja arrugada y triste; mientras el padre predicador fulgura sus verdades sobre los fieles suspensos, dormita esta vieja, con los labios entreabiertos en confuso rezoteo, recostada sobre un banco tosco, como ella viejo, como ella arcaico. Y el viejo suspira tristemente, porque ya está mustia aquella flora de ilusión que un día bordó el amor en su alma. Al mismo tiempo que evoca a muchos contemporáneos suyos, muertos ya..., olvidados mientras él pervive náufrago en este mundo moderno que no comprende porque no es el suyo.
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