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Todavía quedan silencios en Úbeda. Hay mucha gente que va en busca del ruido, del alboroto, pero, en el fondo, quizá lo que buscan es el silencio. Claro: es que la gente se confunde. Ha oído muchas veces lo del «silencio de las tumbas» y le da miedo de la palabra. No; pues no señor. El silencio no es muerte, sino espacio de vida. De vida interior, de vida de dentro. El silencio es el sitio de los grandes hallazgos para el amor y para el conocimiento. El silencio es el lugar donde nos enteramos de quiénes somos, de quién es Dios y de quiénes son los demás. Esto que digo no es literatura: esto es verdad. Si usted, amigo mío, no se calla un rato cada día, si no se retira para unirse consigo mismo, si no avanza a su rincón interior doblando el ramaje de ocupaciones, y preocupaciones y frivolidades que impiden y estorban la toma de contacto con su intimidad, pues, usted, perdone que se lo diga, está perdiendo el tiempo lastimosamente y, a lo mejor, algún día se muere sin haber llegado a enterarse de quién es.
Pero es que para el silencio se necesita ambiente. Por eso nos gusta de vez en cuando encontrar sitios para el aparcamiento. Dejar los vehículos de ideas confusas, de pasiones, de ambiciones que nos traen y nos llevan —¿nos traen y nos llevan a dónde?— y dedicarnos unos instantes no a la acción, sino a la contemplación. Bien. Pues Úbeda que fue el lugar de tránsito del contemplativo Juan de la Cruz —quizás el contemplativo más ilustre de todos los tiempos— es «buen suceso», es «ocasión», para decir lo de «ahora voy a descansar». Pero bien entendido que el descanso —este descanso espiritual de que yo ahora hablo— no es la pereza, ni precisamente el ocio. Este descanso que da, que induce o que contagia Úbeda, es otro trabajo. Ahora bien, trabajo fecundo, estimulante, en el fondo gozoso, de pararse para ver mejor lo de afuera y lo de dentro. No seamos frivolos. No se trata de decir solamente que los monumentos de Úbeda, que el arte de Ubeda, que la historia de Úbeda, que la belleza de la ciudad, son un excelente marco. Marco para unos Juegos Florales, o marco para una procesión, una representación clásica, un amor... No: eso sería poco. Tampoco hay que poner demasiado ahínco en favorecer un turismo mayoritario en la ciudad. Sería muy comercial, pero destruiríamos los silencios de Úbeda —los de las plazas y calles de la parte antigua del pueblo— que es lo que más interesa. El día que veamos el interior de El Salvador invadido, en todas sus estancias y capillas, de rubios anglosajones despechugados, máquina fotográfica en banda..., nos darán en cifras el aumento turístico de Úbeda, pero la ciudad convertida en pasto público del ansia viajera —más bien histérica— que ahora nos contagia, perdería muchos de sus encantos. Está claro que Úbeda debe ser más conocida. Pero los «silencios» de Úbeda se vendrían abajo si sus visitantes van a pertenecer a esa clase de personas que no saben llevar un silencio dentro de sí mismos.
Unamuno escribía de las ciudades «reposaderos». Ube da es una ciudad así. Úbeda infunde serenidad. Mirar la fachada del Palacio de las Cadenas es un sedante. Nos causan mucha más y mejor simpatía los visitantes que se ponen a mirar, a mirar —y admirar— a Úbeda, a Úbeda en sí misma, que los que vienen a patearla en función de las fotografías que de sus monumentos van a obtener, retratando a su mujer, a su novia o a sus chavales, con EJ Salvador o la Casa de las Torres de fondo. Les importa la fotografía y no les importa el monumento. El tiempo que debieran emplear en callarse para ver —para ver y sentir, para sentir y soñar o rezar— lo emplean en «enfocar», «colocar», colocar el grupo, graduar la cámara, repetir... ¡Bah! Así luego dicen que no hay tiempo de verlo todo, que todo es estupendo, pero que ya han visto bastante. ¡Eh, que no! ¡Eh, que en Úbeda nunca se ve bastante! Eh, que si usted viene a Úbeda nada más que a sacar cuatro fotografías y a preguntar luego cuál es aquí el plato típico, pues usted se va luego de Úbeda sin enterarse! ¡Eh, que usted, amigo, debe venir a Úbeda principalmente para mrrar y callar hasta que le suene dentro esa «soledad sonora» y esa «música callada» de que escribía San Juan de la Cruz!
Y punto y aparte.
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