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EL ÉNFASIS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 9 de febrero de 1964


        

El énfasis es una categoría accesoria de la dignidad de la persona. Es una barba. A veces el énfasis se lleva, a veces no. Como la barba. Pero siempre el aire doctoral sienta bien al doctor. Naturalmente hay doctores sin énfasis y sin barba; es decir, hay doctores de los que se dice:

—¡Es tan sencillo! No parece lo que es.

El vulgo espera indefectiblemente la «pose» del sabio en el sabio. Probablemente es más sabio el que sabe prescindir de la «pose», pero éste, sin remedio, baja a la larga unos enteros en la apreciación de la gente. Porque el aspecto externo está íntimamente relacionado con las sensaciones. Y las sensaciones deciden, en gran parte, los juicios. Por eso, si bien todo el mundo elogia la sencillez y censura el énfasis, resulta luego que —inconscientemente— para las relaciones normales, el imbécil con barba —con énfasis— termina por agotar al hombre estupendo que se afeita cada mañana los brotes pilosos de la vanidad o la arrogancia. Para las relaciones normales, repito. Luego, «en el fondo», todo el mundo sabe quien es cada cual. De ahí la paradoja: A la hora de la reflexión, quizás acertamos a valorar a los hombres que nos rodean en su justo medio. Pero reflexionamos un minuto o dos al día. El resto de las horas vemos y vivimos. Y, por tanto, el doctor ha de adelantar el aire doctoral y el sabio el énfasis o las barbas si no quiere ser pospuesto en la vida corriente por los suplantadores.

Pero lo difícil es lograr el énfasis cuando no se tiene naturalmente. Contra lo que muchos creen, el énfasis no es un artificio sino algo que brota espontáneo e irreprimible de la personalidad. De la misma manera, debe de costar demasiado adquirir una sencillez. Muchos varones se esfuerzan en ser naturales y sencillos; hacen todo lo imaginable por parecer modestos. El resultado es una mixtificación de arrogancia y humildad que repugna como el agua calentucha. Igualmente, el brebaje psicológico que entraña la artificial postura arrogante del hombre sencillo, sabe mal. Pero aquí, como añadidura, se produce el ridículo y viene la risa:

—¡No sabes enfadarte! Me da mucha risa...

¿Hay tragedia mayor que la del hombre que no sabe enfadarse? Porque el caso es que el hombre sencillo no encuentra para el énfasis otra postura que la del enfado. Si se decide a mostrarse con barbas no da con otras que las del malhumor. No sabe sonreír con barba, que es el sumun de la arrogancia.

Quizás la elegancia tenga algo que ver con todo esto. Hay unas relaciones ocultas entre la arrogancia y la elegancia. También las hay entre la sencillez y la elegancia. Quiere decir que la elegancia es adaptable, pero siempre, algo distinto. Es un sumando de la personalidad que se agrega al carácter; pero su fundamento es anterior al del carácter: su núcleo originario es independiente.

¡Y para qué hablar de la simpatía! Otro misterio. ¿Por qué el simpático es simpático sin proponérselo?

La personalidad de cada uno es un complejo tremendo. De ahí que cualquier valoración de la misma sea instintiva. Decimos de alguien que nos gusta, o no nos gusta. Pero juzgar por el gusto es, en todo caso, una aventura. Al final hay que insistir en la perogrullada: «Cada uno es cada uno». ¿Y qué sabe nuestro juicio limitado de cada uno, si apenas sabe desbrozar la jungla en que se esconde el uno mismo?