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Úbeda

Juan Pasquau Guerrero en su despacho


Juan Pasquau Guerrero

 

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Juan Pasquau Guerrero

  

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LAS IDEAS Y SUS FORROS

A.

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948


        

Todas las cosas se deterioran con el uso. Puede que las ideas tam-bién. A este respecto, Federico Nietzche, decía, según parece, una cosa triste. Decía Federico Nietzche, que hay que mudar de ideas como se muda de camisa... A fuerza de vestir siempre el espíritu con las mismas ideas, éstas se ensucian, se rozan, se decoloran, se rompen...

Sostener abiertamente que esta opinión es completamente falsa, resulta demasiado prematuro. Es, desde luego exagerado, caricaturesco, argüir que las ideas tienen, poco más o menos, la misma fungibilidad que los cuellos de las camisas. Pero, ¿cómo desconocer aquel dandysmo incorregible de nuestra alma, enamorada siempre de novedades, tan aficionada a estrenar, tan afanosa de variar? Al fin y al cabo, no es que vayamos a incurrir en esa especie de herejía —herejía moral y estética— que confunde lo bello y lo bueno con lo flamante; pero, sin despreciar la calidad de tales o cuales ideas, por garantizadas que estén, ¿quien puede, en verdad, asegurarlas de aquellos pequeños —o grandes— deterioros que les impone el uso? Toda nuestra vida —toda nuestra naturaleza— exuda imperfección, y no es nada fácil evitar la suciambre grasienta, el polvo, la humedad, en nuestras mismas ideas, cuando, mientras nos servimos de ellas, no sabemos resguardarlas; cuando, para conservarlas, no echamos mano de una prudente, constante, adecuada, asepsia. (Y claro que nos referimos aquí a ideas puramente humanas y no a aquellas que, para permanecer, sin daño, cuentan con el medio y la ayuda sobrenatural).

Me parece un poco más propio, sin embargo, comparar las ideas estropeadas con los libros estropeados. Los libros, naturalmente, también se ensucian y se rompen cuando los manoseamos demasiado. Hay tres remedios para evitar su destrozo: no usarlos, encuadernarlos, forrarlos. Con las ideas, para evitar su desgaste, puede hacerse algo parecido, ¿no?

Tener ideas y no usarlas, por miedo de echarlas a perder, seria, indudablemente, un disparate. Puede, pues, que lo mejor sea encuadernarlas. Porque, ¡cuántos pensamientos desordenados, traspapelados, descosidos, rebeldes, están esperando una buena encuadernación que los reduzca, que «los meta en cintura», que los discipline, que los totalice! Admiramos frecuentemente a esas personas que, metódicas, llevan a la imprenta los números de una revista —por ejemplo— para su encuadernación. Yo soy muy aficionado a leer periódicos antiguos y nunca los tengo a la mano, porque jamás se me ocurrió encuadernar-los. ¡Quién es capaz de guardar, y conservar, uno a uno, los periódicos! También las ideas las perdemos porque no tenemos el valor —sí, el valor—. y la decisión de encuadernarlas, de ordenarlas, de siste-matizarlas. A lo más las usamos para envolver domésticas necesidades mentales, de la misma manera que destinamos los periódicos para ha-cer paquetes... ¿Dónde están nuestras ideas antiguas?, se preguntan nostálgicos, muchos hombres; ¿dónde aquellas mis ideas vírgenes de la niñez y de la juventud? Se echaron a perder —había que responderles— porque no supisteis salarlas. Y, no lo tomen ustedes a risa: Un libro bien encuadernado es un libro en conserva. Y una idea, hoy adquirida «vivita y coleando», pero dejada luego al azar, no será mañana, (si no sabemos cuidarla, si no sabemos «tratarla») otra cosa que «pescado podrido» ¡qué duda cabe!

Pero encuadernar las ideas es costoso quizás. Más modesto, más asequible es forrarlas. Cuando hemos forrado un libro, todas las manchas, si las hay, van al forro. La cubierta, en todo caso, queda indemne, intacta. Y cuando el forro esté demasiado sucio, con cambiarlo se ha acabado. El forro es el guardapolvos del libro.

Cabe desde luego usar ideas con guardapolvos. La hipocresía, sin ir más allá, es el guardapolvos de la maldad. De la misma manera, pero que al contrario, la virtud —que si está siempre expuesta corre peligro de oxidarse— necesita, en muchos casos, un guardapolvos, un forro. Y lo necesita la poesía. Y lo necesita la belleza. Lo necesitan no ya nuestros convencionalismos sino nuestras convicciones. De otra forma pueden terminar por gastarse. Y ¡qué cosa tan lamentable el que se nos gasten estas cosas! ¡qué desgracia quedarnos desnudos de espíritu! ¡qué vergüenza para nuestra alma la de darse cuenta de que «no tiene ideas que ponerse»!

Tengamos, contra lo que quiere Nietzche, ideas permanentes. Si todo cambia en nuestra naturaleza física, hay algo que puede persistir, que nos hace eternos. Nuestras ideas, si son verdaderas, si son buenas, si son bellas ¿cómo hemos de dejarlas escapar? Valgámonos, para preservarlas, de «industrias humanas», que diría Santa Teresa. Una «industria humana», para conservar la idea o la virtud querida, es la de forrarlas. No forran sus ideas esos poetas que van diciendo a todo el mundo, con su gesto, con sus palabras, con sus desmanes: «Yo soy poeta». No forran sus ideas esos puritanos intransigentes que tienen cegados los canales de la comprensión y de la compasión. No forran sus ideas esos sabios que no hablan sino «ex cathedra». Forrar las ideas es disimularlas, camuflarlas; inhibirlas a veces. No por cobardía sino para mayor eficacia. No por comodidad, sino para mayor redundamiento. Quien siendo un genio sabe parecer, en las ocasiones comunes, un hombre vulgar, ese forra sus ideas. Quien siendo un santo no se desdeña de conversar con los pecadores, ese forra su virtud. Quien siendo un espíritu superior no aparta de si la vulgaridad de los pequeños menesteres cotidianos y aprende a ser humilde, ese forra su poesía. Porque hay momentos para la vida íntima y momentos para la convivencia: durante estos últimos todos nos debemos a todos y debe ser cortesía de todos el nivelarnos...

Por otra parte, forrar las ideas es abrirlas nuevos horizontes, es volverlas a estrenar. Cuando Colón buscaba el oriente por los caminos de occidente, ¿qué hacía sino poner un forro nuevo al tópico de la aventura? Y ahora, casi en nuestros días, cuando Chesterton, el gran espiritualista inglés, aboga por la vieja civilización medioeval con argumentos ultraístas, cuando «defiende la reacción en nombre de la revolución», ¿qué pretende sino mimetizar, por obra y gracia del «forro», unas ideas combatidas a sangre y fuego por la cólera turbia del materialismo histórico?

Pongamos, si es posible, cada día, un forro nuevo a nuestras ideas. Así siempre parecerán recién estrenadas. La mejor manera de no cambiar de opinión es cambiar de color. Muchas veces lo sustan-cial no se conserva sino a trueque de variar los accidentes.

No; no es verdad que haya que variar de ideas como se varía de camisa. Pero hay que mudarles el forro; eso sí.