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No nos atreveríamos a decir que las gentes de nuestro tiempo carecen de alma. Pero dado que aceptemos, al menos convencionalmente para nuestro uso, si bien no de una manera formal, la sutil diferenciación que establece un filósofo actual —y nuestro— entre Alma y Espíritu, necesariamente hemos de abocar en la sospecha de que nuestra época vive ya sin espíritu, o al menos con un espíritu tan inerte, tan viejo, tan sucio, que únicamente parece propicio a ser arrojado al desván.
En efecto, las gentes todavía conservan, en mayor o menor grado, afectos y sensibilidad. Aún hay muchos hombres —la mayoría— capaces de enamorarse, capaces de impresionarse o de entusiasmarse. Quedan todavía por ahí individuos que se emocionan, si no egregiamente ante una obra de arte, sí al menos, ante una faena de muleta —pongo por ejemplo—. Hay, pues, todavía, alma. Hay capacidad de sensibilidad, fina o basta, sobre los impulsos puramente bestiales, sobre las tendencias instintivas. Pero, señores, el hombre no termina ahí. E1 hombre llega, debe llegar, más alto. Si la sensibilidad implica una jerarquía sobre la sensación, desnuda y cruda, el espíritu —que es la región de las ideas— señala la cumbre de la personalidad, la eminencia señera del pensamiento. De ahí, que lo que nos da verdadero carácter racional no son las difusas emociones, ni las misteriosas sutiles, conmociones de la sensibilidad, sino las nítidas concreciones del pensamiento, único guía autorizado en esta travesía difícil que es nuestra vida, la vida de cada uno.
Y esto es, por desgracia, lo que está ausente: el espíritu. El espíritu que es la aristocracia del alma, la región más noble del individuo. No hay espíritu, esto es, no hay pensamiento, no hay esfuerzo meditativo y reflexivo del entendimiento. Y, al no pensar, ¿que será de las ideas?
¿Han observado ustedes —ha observado el lector— la total indiferencia del hombre medio de nuestros días hacia las ideas? Muy pocos tienen ideas genuinas, ideas actuantes que informen y dictaminen sobre la propia conducta. Estamos, sí, muchos que conservamos un sistema de ideas inoperantes, desvencijadas, llenas de telarañas. Ideas que están ahí, en el rincón más oscuro del pensamiento, como trastos viejos, inservibles. Ideas desatornilladas, cuarteadas; polvorientas. Ideas que no nos atrevemos a mostrar, ni a usar por el lamentable estado en que las ha dejado nuestra negligencia, nuestro descuido. Por eso ¿cómo hemos de temer quedarnos sin ellas? Nos desprendemos de ellas, como de un vestido viejo que cambiamos al trapero por cualquier bagatela, por cualquier nimia buhonería. A cambio de un placer, nos quedamos, a la mejor, sin una idea moral o normativa, como a cambio de unos carretes de hilo o de un canutero, se queda la comadre sin el pañolón o el echarpe que lució, orgullosa, en los días de su juventud. Por disfrutar un cargo, descargamos nuestro espíritu de sus más íntimas convicciones, cometiendo ese cómodo artificio de convertir las ideas en «prejuicios», para que después no nos remuerda la conciencia... Tiramos, probablemente, un dogma por la borda, porque constituye un lastre para nuestra libertad. (Querer ser libre es, en cierto modo, no querer tener ideas que nos muestren un camino, para el pensamiento o para la conducta). Damos nuestras ideas al trapero; trocamos, en fin, en calderilla, en calderilla anecdótica, la moneda de oro de la categoría, que diría el maestro d´Ors.
Si; nuestras ideas —si las hay— son todas de calderilla, de «dinero suelto», para comodidad y apariencia; pare gastarlas o liquidarlas en la primera ocasión, en la primera conversación que se presente. Ideas de periódicos —de papel al fin— sin consistencia y sin fondo, que luego nos sirven para envolver; para envolver, ocasionalmente, una conveniencia, un capricho, un oculto afán. Ideas, ¡ay! que esgrimimos a guisa de bandera y que no son sino la pantalla oportuna, tras de la cual consuman sus manejos los más inconfesables apetitos, los más oscuros instintos. No hay ideas de oro; no hay ideas de plata; nada más hay ideas de cobre, ideas de perra gorda.
Yo llego a creer que esto es peor que nada. Yo llego a pensar que esto de no tener ideas, o de conceder beligerancia a las ideas si se las tiene, es peor, mucho peor, que tener ideas desviadas, equivocadas, nocivas. ¿No sería la misma heterodoxia, menos irremediable, que esta ideofobia que padecemos? Ciertamente la época de los grandes heterodoxos fue también la época de los grandes santos. Había entonces un desbordamiento de espíritu, de ideas, una pujanza de pensamiento, que, naturalmente, producía muchas devastaciones y catástrofes en el mundo intelectual. Pero al fin y al cabo, la causa primera de este desbordamiento era saludable, como saludable es, a pesar de todo, la causa primera de las grandes inundaciones que empobrecen esta o aquella región. Mala es la inundación que asola una comarca; pero pésima es la sequía que trae la miseria a toda una nación. Deplorable es que existan herejes; pero terrible es que haya oportunidad de que se produzcan. Cuando interesaban los herejes, interesaban también los santos. Hoy, la gente, se reiría de un hereje... como se ríe de un santo. Y, en resumidas cuentas, «felix culpa», ¿no daremos
gracias a Dios, siempre que surja un Lutero, que haga posible un San Ignacio?
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Urge no arrumbar el espíritu en el desván. Urge no dar las ideas al trapero. No importe que cada día se nos grite: A vivir, a vivir. No importa que continuamente oigamos la misma cantinela: «Con las ideas no se come, con las ideas no se va a ninguna parte...»
¿Qué nos debe de importar, a nosotros, a los que, todavía, afortunadamente, conservamos un ápice de inquietud espiritual, que nos importa, que nos debe de importar, digo, ir a ninguna parte? Si algún día logramos, al fin, unas cuantas ideas de oro, unas cuantas ideas limpias y purificadas, ¿para qué esa calderilla roñosa, herrumbrosa, conque malgastamos, en cobre de anécdotas, en vivir desgreñado de vulgaridad, la eterna esencia de las Categorías, de las Normas?
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