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Sevilla... o la alegría, ¿no es eso? Todo el mundo, desde que tiene uso de razón, está acostumbrado a asociar íntimamente Sevilla y la alegría, quizás porque, desde entonces, para el enjuiciamiento de la psicología andaluza, se nos ofrece una composición de lugar por demás jocunda: gitana bailaora, botella de manzanilla, guitarra…
Es el escollo insoslayable de lo típico que sale al paso, siempre, deteniendo el libre curso de las emociones, canalizando, por los cauces del lugar común, el espontáneo impulso de nuestras reacciones espirituales. Lo típico es casi siempre lo tópico, e ir en busca de las cosas típicas, sojuzgados por la obsesión de lo castizo, es, en la mayoría de los casos, perder el tiempo. Nada ha hecho tanto daño a España como las españoladas; y, en este caso particular de Sevilla, ¿quién puede negar—por ejemplo—que la Giralda, la popularísima Giralda, ha llegado a perder parte de su valor de su jerarquía, a fuerza de hacerse célebre, a fuerza de hacerse típica? La Giralda se ha franqueado, se ha democratizado demasiado: la vemos en los anuncios de los vinos, en las estampas de los almanaques, en las cubiertas de las latas de tomate en conserva... Y a un monumento así, tan campechano, tan pródigo, ¿no terminaremos por perderle el respeto?
Hace poco estuve en Sevilla. Claro que enseguida, al llegar, fui, ingenuamente, a los lugares típicos: el barrio de Santa Cruz, la Macarena, Triana... Nada me gustó lo suficiente porque iba ganado por el prejuicio de que todo me gustaría demasiado. Las mujeres, por el hecho de ser sevillanas, resulta que tenían un prestigio poco menos que divino; habían de ser modelos arquetípicos de la gracia, de la donosura; pero, naturalmente, les mujeres, digan lo que quieran, son abrumadoramente iguales en todas partes, y Sevilla no es una excepción.
Luego, el paisaje, el Guadalquivir, la Torre del Oro... magnífico todo, sí; pero estaban garantizados estos rincones de un crédito fabuloso, (los andaluces somos muy exagerados), y como adeudaban ya mucho a la ilusión, la realidad, con ser tan rica, se declaró en quiebra al momento de pagar; al momento de pagar la fe exagerada que en ella se había depositado... Algunas cosas hay que no verlas para creerlas; la lejanía es el seguro mejor de su prestigio: tocarlas es deshacerlas.
Pero hemos ido demasiado lejos. No es quitar méritos a Sevilla lo que yo pretendo, sino solamente hacer ver cómo la propaganda disminuye el relieve auténtico de las cosas, aunque, a la postre, sea de tanta eficacia para el vulgo. Por otra parte, yo no dudo de la gracia ni de la alegría de la tierra llamada de María Santísima. Únicamente apostaría que tal gracia y tal alegría no han de vincularse al ambiente, estúpido a fuerza de ponderarse, de las castañuelas, la manzanilla y la guitarra. Por el contrario la veta andaluza —la veta sevillana, si se quiere— afloran espontáneamente; sin anuncio previo, en cualquier detalle al parecer deleznable. Yo topé la generosa gracia andaluza en una vieja ciega, vendedora de iguales. Probablemente se trata de una impresión íntima, difícil de contar. No obstante, no resistiré la tentación de referirla...
Fue una mañana pre-otoñal algo desapacible, un tanto exótica para Sevilla: había niebla, lloviznaba. Resguardada junto al quicio de una puerta, estaba la vieja. No es raro el caso de la pobre mujer que se nos acerca pidiéndonos una limosna, prorrumpiendo lastimeramente la eterna cantinela. «Tengo el marido enfermo en el Hospital». Pero no, no era eso, no se trataba de eso. La ciega me detuvo sonriendo, me dio los billetitos «de la suerte» y, después, con acento neto de gracia clara, dando muestras de una simpatía desbordante, me dijo: ¿Vd. gusta?... La ciega, golosamente, con un apetito envidiable, comía, resguardada de la lluvia, en el cancel de la puerta de la esquina, unos mendrugos y una sardina... Se dirá que esto no es nada, que esto carece de importancia, pero ¿es que la graciosa gentileza de la vieja no vale por toda la gitanería flamenca, por toda la gracia, torera posible?
Gran señora en medio de su pobreza aquella vieja. Finalmente, delicadamente, ofrecía de sus mismos mendrugos, resignada y hasta un poco contenta de su destino, sin renunciar, a pesar de su triste estado a las formas de la cortesía. Yo observé una íntima alegría espiritual en el rostro sin luz de aquella ciega sevillana: una alegría que a mí estuvo a punto de hacerme llorar. Y pensé: He aquí una alegría insobornable, genuina, que, sin embargo, no tiene nada que ver con el capote de los toreros, con la Giralda o con el «Niño de Marchena.»
¿Por qué habrá, siempre, que simbolizar Andalucía en la morenaza de ojos rasgados, con sombrero de ala ancha? ¡Mi alegre vieja ciega, vendedora de «iguales», sí que era una buena sevillana!
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