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Úbeda

Juan Pasquau Guerrero en su despacho


Juan Pasquau Guerrero

 

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Juan Pasquau Guerrero

  

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DIOS HIZO EL CAMPO...»

A.

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948


        

Debe tener la ciudad algo encantador; algo encantador que sólo puede ser percibido por el hombre del campo. Al fin y al cabo, yo me figuro que el cortijero que viene a «holgar» un domingo a la ciudad, experimentará una alegría parecida a la que nosotros —hombres de la ciudad— sentimos cuando un día cualquiera, dándonos suelta a nosotros mismos, nos dirigimos espontáneamente al campo. Nosotros estamos inmunizados contra todos los encantos ciudadanos; nuestra sensibilidad para lo cotidiano ambiente tiene que estar, necesariamente, gastada.. Esta tarde yo me he cruzado, en el campo, con un campesino. El campesino se dirigía, creo que un poco apresurado, creo que un poco alborozado, a la ciudad. Un sutil contento le irradiaba en el rostro. Cantaba mientras arreaba pintorescamente al mulo, con una prisa incontenida de llegar pronto. ¿Qué le esperaba a este hombre del campo en la ciudad? ¿Qué secreto aliciente había en la ciudad que espoleaba sus pasos y ponía arrebatadas canciones en sus labios?... Seguramente el campesino se hubiera reído si yo le hubiese confesado que iba al campo a fin de procurarme un rato de solaz. Y es que todos los profesionales sienten un desdén compasivo hacia el entusiasmo de los «amateurs». Los profesionales del campo —los «tíos» del campo— deben reírse a mandíbula batiente cuando oyen que nosotros —amateurs— solemos emocionarnos bucólicamente en presencia del mugido de una vaca, del canto elitroido de un grillo, o del trino de un ruiseñor. Y no tendríamos nosotros nada que reprochara su burla, si considerásemos que también nuestro profesionalismo urbano se guasea ante la admiración entusiástica y sin reservas que el labriego —amateurs del urbanismo— muestra en cualquiera de nuestras salas de espectáculos o ante este o el otro escaparate. No es sino que él es un «paleto» dentro de la ciudad, de la misma manera que nosotros, sin duda alguna, resultamos «paletos» en el campo. Por doloroso que resulte confesarlo, el papanatismo de un cortijero, súbitamente arrebatado a la Puerta del Sol, no representa un proceso distinto al del enajenamiento que muestra un poeta —ciudadano al fin— ante el espectáculo maravilloso de una puesta de sol. Paleto en la Puerta del Sol uno; paleto en la puesta del sol otro...

Sólo las torres no fuman. Es la hora en que todas las casas fuman su pitillo... Desde el campo, a la vista de la ciudad, el humo de todos las chimeneas hace pensar en una animada tertulia de sobremesa. ¿Qué pensarán las torres —ascéticos impulsos de la piedra abstemia— ante este empedernido, frívolo, insustancial, fumeteo de las casas chatas, de las casas grises, de las casas adocenadas, que se amontonan, que se agrupan, que se atropellan, por todos los confines de la ciudad?

Sólo las torres no fuman. Contempladas desde las afueras, desde el campo, a la vera de cualquier ribazo, las torres señeras, adustas, dominan con un gesto aristocrático el abigarramiento de la ciudad! Y uno imagina en las torres un alma comprensiva, un alma indulgente, capaz de absolverlo todo, de perdonarlo todo. Ved, por ejemplo, cómo la campanita argentina de aquel convento —voz alada de torre— se cierne, lírica, sobre la ciudad, como si redimiera, con su pureza, los pecados de tanto ruido sordo, de tanto rumor inarmónico...

¿No habéis escuchado nunca al campo? El silencio del campo lleva dentro muchas pequeñas canciones. Y el silencio del campo brinda una resonancia generosa a todos los oídos humildes que pasan desapercibidos en la ciudad. Oíd cómo el Ki-ki-ri-kí del gallo adopta aquí, en el campo libre, un rotundo tono imperial. Oíd al carro lento que renquea quejumbroso, sabiendo que sus lamentos van llegando hasta la paz recóndita de los olivares y van a repercutir, fatídicos, de ribazo en ribazo, de cabaña en cabaña... ¿Quien socorrerá al carro en su triste, penoso caminar? De vez en cuando un camión —déspota de las carreteras— aparece y desaparece raudo, vertiginoso, indiferente a la pena del carro. Y el carro sigue su camino anhelante, asmático... Y los chopos que vegetan junto al arroyo se preguntan compasivos los unos a los otros: ¿Dónde irá el carro? ¿Cuándo llegará, Señor?...

La ciudad se ha abierto paso en el campo; ha «fundado» la carretera. La carretera va buscando la ciudad, como el río va buscando la mar. La carretera ha colonizado de asfalto la aborigen genuinidad del campo. Los olivares, las hazas, los trigales que están junto a la carretera, deben sentir una penosa inquietud. Y una implacable rabia de patriotas ofendidos…

Pero nosotros, paseando por la carretera, sin desasirnos enteramente de la ciudad, nos empezamos a sentir emancipados. La carretera es el cordón umbilical que nos une a la ciudad... Sólo cuando nos aventuramos por las difíciles veredas o nos lanzamos osados a un eufórico «campo-traviesa», nacemos a un placer nuevo. Y nos sentimos libres, arbolada nuestra personalidad en íntimo contacto con la Naturaleza.

«Dios hizo el campo; los hombres hicieron la ciudad».