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Úbeda

Juan Pasquau Guerrero en su despacho


Juan Pasquau Guerrero

 

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Juan Pasquau Guerrero

  

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EL MAR

A.

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948


        

Esta noche está el mar un poco alborotado. Como no es noche de luna, como hay oscuridad, el mar da miedo. De día, el mar puede im­poner una sensación de paz o una sensación de tristeza, pero de noche siempre causa respeto: el respeto hacia lo cósmico que se traduce en el temor, en el miedo. La civilización ha ido eliminando supersticiones porque desde un principio dedicó su interés en resguardar a los hom­bres de lo cósmico. En la lucha del progreso, la ciencia domeña día a día las energías prístinas de la naturaleza: gana posiciones a las ciegas fuerzas maravillosas de la creación. Ni el calor, ni la lluvia, ni el vien­to, ni el rayo —por ejemplo— representan apenas algo contra el hom­bre que dispone de los suficientes medios de defensa frente a las in­clemencias de los elementos. Sin embargo, a pesar de todo, ante la in­mensa noche oscura espolvoreada de mundos o ante el mar solemne y rumoroso ¿quién no siente el eclipse, total o parcial, de su mentalidad de hombre «moderno» por efecto de la interposición de lo cósmico? En toda criatura, replegado a la subconciencia, yace latente un pri­mitivismo ingenuo, lleno de instintos infrarracionales, que aflora sin remisión, cuando la ocasión se muestra propicia.
¡Qué grande es el mar! El mar es absoluto y unánime, igual, fren­te a la tierra hecha de diferencias y de privilegios. No hay oligarquías en el mar. En cambio, la Tierra opone la aristocracia geológica de las montañas a la dócil sumisión de los valles. Es el mar simple e inmen­so: como Dios. Por eso nos acerca a Él. Y por eso el rumor incansable de las olas tiene un dejo metafísico, una reminiscencia teogónica. Pero sucede que durante el día, el mar se humaniza, se dulcifica, se nos hace un poco «doméstico», seducido por la luz. De día, el mar es menos mar. A nuestra vista toda su superficie, líricamente azul, se puebla de gasolineras, de balandros, de embarcaciones frívolas. Esta­mos en la playa. Las playas —lo femenino del mar, según Ortega— adquieren con el día su rango de refinada elegancia, su coquetería de buen tono. Y la playa es, así, un complejo de colores y de matices, creación confortable que acota una porción del mar con destino al di­vertimiento de las gentes. Nada pues tan desemejante al mar como la playa; o, por mejor decir, nada tan distante del mar como los balnea­rios. En los balnearios se siente la presencia física del mar, pero no se advierte su hondura ideal, no se aprecia su superior dimensión épica.

Pero llega la noche. No hay bañistas en el mar. Ni balandros, ni gasolineras, ni señoritas en «maillot», ni colores. El mar está sólo consigo mismo, sólo con la noche, recobrada su cósmica grandeza. ¿Qué nos dice entonces el mar? No es ya, en estos momentos una bella vista panorámica, un bonito paisaje, revulsivo de todas las blan­duras líricas del alma. Representa algo más nervial, más profundo: enuncia un postulado de eternidad, propone un punto de transcenden­tal meditación. Porque si, a medio día, a la vista de la inmensidad azul, se nos apetecen, en la playa, después del baño, una acogedora sombra, unos aperitivos y unas cervezas, ahora, en presencia de la conjunción de la oscuridad con el mar, es el alma la que se desnuda, la que siente deseos de inmergir el dolor de sus ansias y la congoja de sus angustias en el mar. ¡Oh, la angustia del mar en la noche oscu­ra! La zozobra de los veleros de pesca gime insegura, lejos, lejos...

Su luz titila impotente. Diríase que llora de aislamiento, de des­amparo. ¡Qué envidia deben sentir esas lucecillas semovientes de los veleros de pesca de las luces inseguras, a salvo, enclavadas en la costa. Están las luces de la costa alineadas e impertérritas, impasibles al terror cósmico, sin inquietud y sin congoja, adocenadas, vulgares, sin amor. Sólo una luz de tierra firme, siente el amor al prójimo como Dios manda. Es la luz del faro. Luz misionera y apostólica que cada noche acude en auxilio de las lucecillas dispersas, de las humildes lucecillas del mar.

Esta noche está el mar alborotado. Da miedo acercarse al mar.

Pero también el miedo, en ocasiones, puede ser saludable. Yo detesto —por ejemplo— a los valientes que se glorian de bañarse en plena noche, sin temor alguno. Los detesto a pesar de su valentía, porque han perdido el respeto al mar. Yo, particularmente, doy gracias por­que todavía conservo una pizquita de terror cósmico en presencia de la noche y del mar.