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He propuesto hoy, en la pizarra, un dibujo a los chiquillos de mi escuela. Un dibujo en el encerado tiene que resultar, por fuerza anodino, opaco, triste. Gracias a que los muchachos tienen casi todos «colores», lápices de colores. Así ha sido posible el milagro: El esquema inexpresivo de la pizarra ha adquirido vida: los chiquillos, en sus cuadernos, me han presentado el dibujo transfigurado: pleno de pujanza, irradiando luz. La taumaturgia de color hace posibles estos portentos.
Bien llamaba Juan de Mena a la primavera «pintor del mundo». La primavera, cada año, con la naturaleza, hace una cosa parecida a lo que acaban de hacer mis alumnos con el dibujo que les he propuesto en la pizarra. Cada año la primavera ilumina las cosas: les da fe, pureza y energía. Es de notar que no existen colores sucios. Sólo la tinta emborrona, únicamente lo negro entenebrece. El color en cambio, redime a las cosas de su fealdad formal, de su fealdad sustancial inclusive. Y es por eso: porque el color es creación de la primavera y la primavera no es sino la encarnación vital, natural, de aquellas tres grandes virtudes: fe, pureza, energía. Deleitoso arte el de la pintura que tiene la bella misión dé imitar la primavera. Pero la pintura tiene un área circunscrita y su radio de alcance es limitado. Lo ideal sería llevar el color a muchas dimensiones espirituales que carecen de él. ¡Qué poeta, por ejemplo, no habrá soñado en una poesía pictórica, en una poesía hecha de «palabras de colores»! Pero el verbo no ha podido hacerse luz, no ha sido posible un tecnicolor de la poesía, aunque polícromas luminosidades inmaturas latan en la entraña del verso, de la rima y del ritmo. Poetas pictóricos hay, como Rubén Darío, como Salvador Rueda, cuya musicalidad reverbera, centellea herida por los rayos de oro de la inspiración.
Pero todo es metáfora. Hablar de una música colorista o de una poesía colorista es pura metáfora. Solo existe una creación técnica, «el cine», considerado por muchos como síntesis y compendio de todas las artes, dentro de cuyas posibilidades cabe sintonizar color y verbo, luz y palabra. Con las películas en tecnicolor, el «cine» logra, por decido así, una nueva dimensión que le abre magníficas perspectivas. Quizás los genuinos cineastas, por un tradicionalismo explicable, reniegan del tecnicolor. Pero hay que desprenderse de prejuicios. He presenciado recientemente la proyección de «El Ladrón de Bagdad». A la vista de este tecnicolor maravilloso he pensado que la fantasía de «Las mil y una noches» no ha podido ser captada nunca ni por nadie como ahora lo ha sido por el «cine» en colores. En verdad, uno llega a sospechar que el autor de «Las mil una noches» debió ser un temperamento cinematográfico que, en su tiempo, a falta de otras disponibilidades, vertió en la literatura su fantasía polícroma, con la esperanza de que algún día lejano aportaría nuevas soluciones, proporcionaría auténticas plasmaciones que hiciesen imágenes vivas y sensibles de sus sueños.
El «cine» con su única dimensión primigenia daba una impresión de inepcia vital: era sólo una fantasmagoría. Después vino el «cine» sonoro —cine diedro— con un afán de corporeidad que hizo temer por la vida del teatro. Por último el tecnicolor es la primavera del celuloide. Un injerto de color promete dar al traste con la macilenta palidez atávica del «cine». Es como si el «cine» se fuera a quitar su uniforme de fantasmagoría para vertirse de abril, con los auténticos colores de la vida.
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