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Hay una filosofía que hace bandera —bandera desgarrada y agresiva a veces— de la soledad. Exhibitoria y pintada de patetismos, la soledad se muestra entonces como una herida ineluctable en el mismo costado de la existencia. ¿Qué lanzada la ha abierto? Pero casi se trata más de una herida promulgada que de una herida abierta. Heidegger, al programar la angustia o así, es padre reconocido de la inestable meteorología actual del pensamiento. Y el tema de la soledad sopla como un cierzo en la ensayística, en la novela, en el teatro, en las antologías poéticas. No sé; a veces uno piensa que tanta «soledad», recalentada más o menos, huele a refrito. Hay casos en que la lógica funciona de la siguiente manera: «¿Se siente solo Samuel Beckett, hasta el punto de que ya ni las palabras le hacen compañía y opta por desarticularlas y quebrantarles los huesos a fin de hundir el último puente, la última comunicación? Pues entonces, yo también debo sentirme radicalmente solo...» Ejemplos así, «raciocinios» así ¿no son frecuentes acaso?
Pero no es esa la soledad a que quiero aludir ahora. Porque uno se refiere más bien a las «soledades»; algo plural y por tanto bastante inocuo. Algo que, de otra parte, resulta mejor una fuente o un estanque, y no una herida. Algo, además, al alcance de todos. Me ciño a la conveniencia del disfrute de ciertas soledades ocasionales, tan necesarias al hombre ajetreado de hoy y de siempre; soledades inocentes que no exigen esa especie de «strip-teasse» mental —ahora me quito este prejuicio, después esta creencia, luego esta idea— a que nos tienen tan habituados ciertos divos de nuestro momento cultural. Precisamente los ejercicios de soledad que uno preconiza, tienden más bien a abrigar, que no a desnudar; conducen a una comunión y no a un desarraigo. Las soledades entendidas así constituyen un método para la esperanza. Más aún para el amor. «La soledad y el silencio —escribía Tomás Merton— me enseñan a amar a mis hermanos por lo que son, no por lo que dicen». ¿Era aislamiento aquella soledad de los santos del yermo? ¿Lo era la de los conventos? Creo que empezamos a entender mal la ascética de antaño. Pero sin entrar en esta cuestión, aquí parece indudable que hacer cada día una hora de hueco para la sosegada reflexión íntima proporciona un medio excelente para mejor entender y comprender las cosas, para extraer de la compleja maraña de los hechos el hilo que nos muestra las salidas del laberinto. En sus «soledades» hallaban inexhausto venero los poetas —desde Lope de Vega y Góngora hasta Antonio Machado, entre otros—, pero nunca arena. Lo de la arena seca de la soledad es más moderno, lo de la desesperanza en la soledad es casi de nuestros días. Y es que ésta de ahora es una soledad fríamente profesada, a lo magistral, y aquellas eran sentidas en entusiasmo de «amateur». Se buscaban quietudes y pausas para la afirmación de verdades o de sentimientos confortantes. San Agustín entraba en su soledad, que era su brasero, para la suprema compañía, es decir, para saludar a Dios. Y aún en las ocasiones en que la soledad ahondaba en la tristeza —tal el caso de los poetas— no era con un propósito de abandonismo, sino de comunicación ardiente con la propia pena. Y ello ya no entraña ningún desdén hacia lo visible y lo invisible, sino al contrario.
La tarde de otoño declina plena de suavidades. El pulso de la ciudad se descompasa bronco y, sin embargo, a unos metros de la calzada hirviente de urgencias, se extienden los espacios vacíos del parque, pacíficos y umbrosos. Buen retiro para aspirar entre el silencio el pomo de las soledades. Porque toda la ciudad ruidosa es un coto para la caza menor de sucesos, de hechos, de «fenómenos». Pero hay otra caza, caza mayor —de «esencias» diría el filósofo—, para la que no es el tráfago clima adecuado.
¿Y si en la tarde soleada alcanzamos el privilegio de reposar unos instantes en un patio conventual? (En un rincón del claustro dos monjas cambian unas palabras en sordina). ¡Cómo el silencio se carga de trascendencias, y la soledad, lejos de quedarse en ella misma, advierte la compañía y el estímulo de unas convicciones que se perfilan, que se afianzan límpidas, netas, irrenunciables! (¿Es posible que ya en no pocos simposios eclesiales se discutan los valores monásticos de la contemplación y del silencio?)
Lejos de la naturaleza libre, del campo abierto, apenas quedan en la ciudad, como ambiente propicio al laboreo introspectivo, otros reductos que el parque y el convento. Es lástima. Quizá la avitaminosis religiosa y metafísica que padece nuestra época tan musculosa y robusta desde el punto de vista científico, se debe en parte al escaso número de gimnasias para la soledad —para las soledades— de que disponemos. ¿Pero ello puede eximirnos de su práctica? Ellas, las soledades, fertilizan el espíritu, depositan el limo para la buena siembra. Desde sus silencios, los místicos, los inventores, los filósofos y los héroes han hecho al mundo habitable. Al menos, para que no nos anegue la «angustia» —la que ostentan como una herida infecta los corifeos del absurdo como sistema—, es urgente recurrir a las quietudes que limpian nuestro polvo y nuestro cansancio en su agua. Porque, paradójicamente, sólo las soledades redimen de la soledad...
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