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En números anteriores hemos hecho memoria de los primeros tiempos de la Institución. De su prehistoria (de su gestación callada cuando aún no tenía ni nombre y ya Dios conocía sus altos destinos), de su edad antigua (¡colegio en la Corredera con cuatro maestros y medio de primaria y una “segunda enseñanza” que hubo de suprimirse porque no era esta la dirección especialmente señalada a nuestras Escuela!); de su edad media en fin: edad de hierro, forja de nuestra empresa entre accidentes de diversa fortuna que acrisolaron la voluntad y los propósitos de la Institución.
Fue, en nuestra edad media cuando las Escuelas difundieron su semilla y surgieron planteles nuevos –brotes del árbol impetuoso de la Casa madre, en Andújar, Villacarrillo, Linares, Baena...- mientras seguían prosperando los más antiguos de Alcalá y Villanueva. Fue en nuestra edad media cuando, superadas mil dificultades y alcanzado el favor de Dios y de las almas buenas, íbamos viendo crecer poco a poco (ya lo decíamos en la crónica anterior) la magna edificación ubetense, asombro de propios y extraños, junto al antiguo paseo del León. Tenemos, pues, hoy que dedicar un capítulo al artífice principalísimo, de estos portentosos logros, al hombre abnegado, enérgico, virtuoso, inteligente, irreducible, “inasequible al desaliento”, que es nuestro Fundador, el Reverendo P. Rafael Villoslada y Peula, de la Compañía de Jesús.
¿Cómo es el P. Villoslada? Los que tenemos la dicha de haberlo conocido, de haber seguido sus orientaciones, de haber sufrido sus amonestaciones, de haber compartido sus triunfos, de haber reído con él, de haber rezado con él, de haber sentido en nuestra carne sus propios dolores... jamás podremos olvidar su fisonomía. Su fisonomía física, su fisonomía moral. Siempre fue un hombre de carácter. Su personalidad enérgica escudaba un fondo de inmarcesible ternura. Y bajo su salud precaria, latía –late- una indeclinable vitalidad ardorosa. Estas cualidades le constituían en el hombre idóneo para mandar y hacerse obedecer: para hacerse amar y, también, para hacerse temer. No podemos olvidar, no, sus virtudes maravillosas porque eran virtudes de bulto, visibles a simple vista: trabadas virtudes añejas que él no debía a ninguna improvisación más o menos feliz, sino a una auténtica formación de artesanía moral, de “aprendizaje y heroísmo”. A todos nos ha admirado siempre su fe. Su fe montada en sillares inconmovibles, granítica e indestructible: su fe que edificaba y conmovía, su fe que ejemplarizaba y estimulaba. ¿Y su caridad? Humano, plenamente humano, había sitio sobrado en su corazón para cualquier generosidad, para la dedicación cotidiana, constante. Así, en su alma, lo sobrenatural se inserta sin violencia, y sin énfasis, en lo natural. ¡Eficaz lección para todos cuantos nos labramos o intentamos labrarnos una vida sobrenatural –como un jardincillo ameno y perfumado- en los aledaños de nuestra personalidad: vida sobrenatural “de puertas afuera” sin comunicación y contacto con la arriscada,
rebelde, naturaleza!
Y claro, el P. Villoslada podía tener, tenía, sus defectos. ¡Cómo le vamos a canonizar en vida! Eran defectos pequeños, envidiosos de sus grandes virtudes. Nacían en su personalidad, en su naturaleza, como nacen las brácteas ásperas en el pedúnculo mismo de las rosas. Defectos que fracasaban en el afán de ahogar sus egregias cualidades, que se quedaban minúsculos y ridículos –insignificantes- junto a la floración espléndida de sus positivos méritos.
Nuestra Institución se gloría de su Fundador. Dios sobre todo. Y Dios que en cada momento dispone lo mejor, nos deparó al Padre Villoslada. Con él concluye nuestra edad media y con él empieza nuestra edad moderna que dejamos para otro artículo.
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